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Niños de la calle: rupias, coca-cola y pegamento.

Todos los que hemos viajado al llamado Tercer Mundo hemos visto con nuestros propios ojos escenas que preferiríamos no haber visto, situaciones que nos hacen sentirnos culpables del hecho, completamente aleatorio, de haber tenido la “suerte” de nacer en determinadas latitudes o de haber tenido determinados medios y oportunidades en la vida.

En mi caso, al viajar, no suelo huir de la miseria, aunque tampoco estoy de acuerdo con la nueva tendencia de hacer del turismo de chabolas un negocio. El vivir experiencias “reales” de gente que vive en condiciones no tan favorables como las tuyas te hace apreciar lo que tienes.

Quizás, de todos los aspectos de la miseria, el que más me conmueve es el de los niños de la calle, precisamente por el hecho de ser niños, por la certeza de que viven en un mundo sin medios, sin posibilidades, una infancia sin infancia.

Es imposible ir a la sin verlos, vagando por las calles, sucios, maltrechos, mendigando. Siempre piden dinero, jabón o alguna otra cosa que puedan vender para comprar algo de pegamento para esnifar. El único inglés que les han enseñado consiste en la frase money, money, money que repiten hasta que se cansan, hasta que les dices que no o hasta que se te rompe el corazón y acabas dándoles las rupias que te quedan en el bolsillo.

Al final da igual, el dinero va a parar, en la mayoría de los casos, a las mismas manos, a las mismas mafias que los entrenan para pedir, a los camellos del pegamento, a alimentar el mismo sistema corrupto que los mantiene a todos sumidos aún más profundamente en la miseria.

Yo estaba al tanto de esto antes de mi viaje, conocía la historia, había leído sobre el tema, me sentía preparado, me creía más listo. Pero el hambre siempre lo es más.

Para evitar todo esto, antes del viaje me hice prometerme a mí mismo que no iba a darle dinero a los mendigos. En cambio, alimentaría mi autocomplacencia y amedrentaría el sentimiento de culpa comprándole algo para comer a los niños que me pidieran dinero. De esta manera, les ayudaría y evitaría que se lo gastaran en drogas o que se lo dieran a las mafias.

Pues bien, los primeros días de mi viaje así lo hice: un paquete de galletas, una coca cola, una bolsa de patatas, cualquier cosa menos dinero, aunque fuese más caro, total, ¿qué son 50 céntimos comparados con la saciedad momentánea del hambre de un niño?.

Nunca me pareció extraño que un niño mugriento y con hambre me pidiese coca colas, paquetes de galletas o patatas fritas en lugar de un plato de comida caliente, igual de accesible y mucho más nutritivo; nunca me paré a preguntarme por qué nunca abrían las bolsas.

Fue en la estación de Agra donde conocí a otro viajero, un catalán de Lleida que había estado recorriendo la India con su padre durante dos meses, quien me explicó lo que pasaba: los vendedores de los kioskos son parte de esas mafias, aquí todos están en el ajo.

Los niños de la calle hacen que un turista de turno les compre una bolsa de patatas o cualquier otro producto empaquetado. Digamos que las patatas cuestan 40 rupias, pues bien, el vendedor le da las patatas al niño, el guiri paga y pasados unos minutos, cuando el turista no está mirando, el niño devuelve las patatas y el vendedor le da 20 rupias al niño. Ya puede ir a drogarse.

Cuando oyes esto, el primer sentimiento que te invade es la ira, serán desgraciados…, te sientes engañado, sientes herido tu orgullo, te sientes impotente; pero al final, el sentimiento que predomina es el de tristeza profunda.

El viaje prosiguió, aprendí la lección. De allí en adelante, cuando un niño me pedía dinero, le compraba comida, pero hacía que el vendedor me la diera a mí, abría el paquete y luego se lo daba yo al niño.

No podemos ser la solución de los problemas del mundo. Pero podemos intentar dejar de ser parte de la causa.

Como siempre, vuestros comentarios son bienvenidos.

Soy Luis Cicerone, creador de xixerone.com y viajero incansable. Mis pasiones, además de recorrer el mundo, incluyen los gatos, la comida, las series y la arquitectura.