La palabra Hiroshima es uno de esos vocablos cuya mera mención automáticamente activa imágenes y asociaciones históricas inevitables en la mente del que la escucha.
Durante mi viaje a Japón, tuve la oportunidad de pasar unas horas en esta ciudad antes de partir hacia la isla de Miyajima. Ante la falta de tiempo, tuve que priorizar las cosas que quería ver en la ciudad.
La decisión fue fácil, quería ver los monumentos a la paz de Hiroshima.
Tras arribar en la estación de trenes de Hiroshima, llegar a la zona donde cayó la bomba atómica es bastante sencillo. Simplemente hay que tomar el tranvía 2 ó 6 dirección a la estación Genbaku-Domu. El Monumento de la Paz se halla a 15 minutos de la estación central y la parada está claramente señalizada.
Tras bajar del tranvía y andar un par de minutos, mis ojos se posaron en uno de los más icónicos monumentos de la Segunda Guerra Mundial, la cúpula en ruinas del Instituto de Promoción Industrial de la Prefectura de Hiroshima.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo a medida que me acercaba.
Este edificio (o lo que queda de él) es conocido también como la “Cúpula de la bomba atómica” o el “Monumento a la bomba atómica”, si bien ambos nombres son completamente antagónicos a su significado como emblema de paz. Su función inicial era la de promover la actividad industrial de la prefectura.
Cuando la bomba atómica explotó, este edificio fue una de las pocas estructuras de la ciudad que se mantuvo en pie. Y sigue estando en pie hoy en día con una función bastante diferente.
Las ruinas están incluidas en la lista de edificios Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO y son testigo del estremecedor pasado de la ciudad de Hiroshima.
No se puede acceder al monumento en sí. Este consta basicamente de los restos que quedaron en pie del edificio rodeados por una valla y algunas placas conmemorativas. Sin embargo, en su simplicidad y en la historia que su mera existencia contiene radica su hipnotismo casi palpable.
Después de hacer fotos del monumento desde cada ángulo posible, decidí proseguir mi camino y cruzar el río hacia el Parque de la Paz.
El paseo que bordea al río Ota lucía particularmente espléndido, la primavera parecía haberlo engullido todo con su manto de cursilería. Los prados eran verdes y los cerezos en flor hacían de la escena un cuadro idílico. Nadie habría dicho que en ese mismo río que yo estaba cruzando intentaron aliviar el dolor de sus quemaduras miles de personas aquel fatídico día de agosto de 1945.
Al otro lado del Ota se encuentra el Parque de la Paz de Hiroshima. Este inmenso parque ocupa un espacio de 120.000 metros cuadrados y sus prados, caminos y árboles contrastan con los rascacielos que lo rodean.
De hecho, hasta 1945, en esta zona se encontraba el centro comercial y gubernamental de Hiroshima.
Cuatro años después del bombardeo de la ciudad, una vez finalizada la retirada de los escombros de la zona, las autoridades decidieron no reurbanizar el área devastada, sino construir en su lugar un complejo de parques y museos dedicados a celebrar la paz.
En las inmediaciones del parque se erige el Museo de la Paz de Hiroshima. La colección del museo expone los detalles históricos que llevaron a Japón a entrar en la Segunda Guerra Mundial, la creación y desarrollo de la bomba y los motivos detrás de la elección de Hiroshima y Nagasaki como objetivos de prueba de la bomba por parte de los líderes americanos y aliados.
El museo no sólo ofrece una visión global de los hechos históricos, sino que entra en detalles honestos y estremecedores del impacto de la bomba atómica en la vida de los habitantes de la ciudad durante y después de la guerra.
La exposición del museo es muy gráfica, detallada y muchas veces difícil de ver.
Es muy complicado trazar la línea entre lo emotivo y lo de mal gusto, y en ese sentido el Museo de la Paz no se autocensura a la hora de exponer relatos, efectos personales calcinados o trozos de piel, uñas y pelo de las víctimas en su afán de contar la historia tal y como ocurrió.
Uno de los artefactos más representativos de la muestra es un reloj calcinado que muestra exactamente la hora en la que la bomba explotó, las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945.
Otra historias famosa que recoge el museo es la de Sadako Sasaki, una niña que falleció de leucemia diez años después del bombardeo y que estaba convencida de que si lograba doblar y crear mil grullas de origami se curaría. Su memoria y la historia han sido adoptadas como símbolo del Movimiento de Paz de los Niños y el museo está decorado con miles de grullas de papel enviadas por niños de todo el mundo.
Es imposible contabilizar los escalofríos o medir la presión en el pecho que sentía a medida que avanzaba por la colección del museo en un silencio absoluto y una tensión palpable. Hay pocas historias tan conmovedoras y tristes como la que se cuenta aquí.
Hiroshima es una visita incómoda pero a la vez necesaria.
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No sé si es porque me pilló muy verde o porque hasta el momento todo el viaje a Japón estaba siendo genial, pero la visita a Hiroshima me dejó hecho polvo.
Desde luego, la experiencia es un poco “chafante”, pero creo que hay que vivirla. Gracias por el comentario Pau!