Normalmente son las experiencias que tienes al principio y al final de un viaje las que de verdad te marcan, las del medio se solapan y diluyen en un amasijo de recuerdos borrosos y homogéneos que, a menos que tengas una memoria prodigiosa o cuentes con un buen diario de viajes, están condenados a permanecer de esa forma para siempre.
En el caso de viajes lejanos, las primeras experiencias son las que marcan el ritmo y muchas veces la forma en que te sientes el resto del viaje. Las primeras impresiones marcan.
Llegué a Bangkok con esa energía efervescente que sólo traen las ganas de aventura mezcladas con buenas dosis de jetlag.
Eran las 2 de la mañana y tras una escala de 13 horas en Doha y un vuelo de casi 7. No me encontraba demasiado cansado, pero sabía que el día siguiente sería largo y que necesitaba descansar a toda costa. El jetlag no iba a poder conmigo.
El día anterior a partir había reservado una pensión en Bangkok, sólo para una noche, ya que necesitaba un lugar donde llegar a esas horas intempestivas.
Busqué durante horas alojamientos económicos en Bangkok hasta encontrar el lugar que parecía perfecto para esa toma de contacto con la ciudad.
En la página web de hoteles que estaba mirando, se presentaba la Phiman River Guesthouse como una sencilla pensión con vistas al río Chao Phraya.
Nada más bajar del avión y una vez pasada la zona de inmigración me dirigí al stand de taxis.
El taxista que me trajo desde el aeropuerto paró en lo que parecía una calle sin salida junto a un inmenso templo budista. Confuso, bajó del taxi un momento y se acercó a una pequeña chabola de latón que parecía un puesto de comida ambulante, miró detrás y me hizo señas para que me bajara.
Me señaló a lo que parecía ser el comienzo de una plataforma de madera y me dijo que por ahí se iba a la pensión. Posteriormente se subió en su taxi y se marchó a toda prisa del lugar.
¡Estupendo!, estoy en medio de Bangkok, solo, a las 2 y pico de la mañana, en una calle sin salida en medio de una zona en la que no hay nada y no tengo forma de salir. En la calle no se movían ni las hojas de los árboles.
¡Voy a morir!
Acababa de llegar a Tailandia y obviamente no quería morir tan pronto.
Así qué, me armé de valor y subí a la tarima de madera vieja, las tablas chirriaban con cada paso que daba.
Me encontraba en una especie de pasarela de unos 80 centímetros de ancho, elevada un metro por encima del suelo. A ambos lados de la misma se erigían casuchas de madera y latón bordeadas por cables de los que colgaban bombillas que iluminaban débilmente el improvisado pasillo.
La escena parecía sacada de una escena de película de terror americana. Esperaba que en cualquier momento saliese de detrás de una chabola una pandilla de niños con cuchillos, un asesino con una moto sierra, la mujer de la curva o una mezcla de todos los anteriores.
Cuando mi mente empezaba a divagar y empezaba a imaginar cuál de mis miembros iba a perder antes, encontré un cartel con el nombre de la pensión y una flecha apuntando a la derecha.
¡Estaba salvado!
Anduve un par de metros y justo al girar a mi derecha, tal y como indicaba el cartel, me encontré con una de mis peores pesadillas. No era una pandilla de niños heroinómanos, ni un asesino en serie, ni la señora de la curva… era mucho peor. Ante mis ojos, a menos de un metro de distancia, descansaba un perro callejero.
Era un perro grande y ocupaba absolutamente todo el ancho del pasillo de borde a borde, por lo que me sería imposible bordearlo sin que despertase.
Después de meditarlo durante unos segundos, que en mi cabeza se sintieron como siglos, decidí intentar sortearlo sigilosamente.
Di un paso y la madera bajo mis pies crujió, haciendo vibrar la estructura entera. Me detuve en seco, manteniendo el equilibrio en una sola pierna, pero era demasiado tarde… el perro se había despertado.
De todas las vacunas que me puse antes del viaje a Tailandia, solamente me salté la de la rabia, después de todo, ¿qué podía salir mal?
Todo. Todo podía salir mal. Especialmente con la suerte que tengo con los perros callejeros y la gracia que me hacen los canes.
El perro se giró y me miró. Casi automáticamente se puso en pie y empezó a ladrar. Al principio suave, pero pronto parecía que se le iba la vida en ello. No había pasado demasiado tiempo hasta que todos los perros del barrio se habían apuntado a la fiesta del ladrido.
Ahora sí, voy a morir.
Yo estaba paralizado, sin quitarle la vista de encima al animal. No se me había ocurrido girarme para irme, después de todo, el letrero ponía claramente que la pensión se encontraba en esa dirección.
El perro no paraba de ladrar, pero no se movía de su sitio. De repente, oigo un ruido tras de mí, en un primer momento parecía distante, pero se iba haciendo más fuerte. Había algo caminando en la tarima de madera.
El perro también oía el ruido y sus ladridos iban in crescendo hasta convertirse en insoportables, los pasos cada vez más audibles. Mi mayor miedo en ese momento era que los ladridos hubiesen atraído a otros perros dispuestos a comerse al intruso occidental. Desde donde estaba no podía ver qué era lo que se aproximaba a paso de elefante en la curva. Si era un perro debía de ser uno de tamaño formidable.
Por fin los pasos llegaron al borde de la curva, de la oscuridad salió un hombre, con cara de pocos amigos, sus duros rasgos, parcialmente iluminados por las bombillas de la pasarela, me hicieron temer por un momento que descargaría su ira sobre mí. Sin ni siquiera mirarme le gritó algo en tailandés al perro, que pareciendo entenderle, se fue corriendo con el rabo entre las piernas pasando por mi lado, ni siquiera se giró.
Agradecí al hombre, que me miró con su cara de pocos amigos por unos segundos antes de suavizar su semblante y esbozar una sonrisa complaciente y paternalista, probablemente mientras maldecía en su cabeza al turista tonto que lo había despertado a las tantas.
Con todo el alboroto del perro y la adrenalina a flor de piel no me había siquiera planteado dónde me encontraba ni cómo es que un lugar así podía albergar una pensión con una puntuación de 7 en el site de reservas donde la había mirado.
Y es que, mirándolo todo bien, me encontraba propiamente en un reducto chabolista junto al río.
La guesthouse llevaba la coletilla “River View”, por lo que daba por hecho que desde algún punto de las instalaciones se podía ver el río.
Lo que no sabía, ni podía saber de antemano es que la pensión entera, como el barrio que la rodea, se encuentran construidos sobre pilares de madera en una zona propensa a inundaciones en la ribera del Chao Phraya.
La pensión estaba EN el río.
Después de serpentear un poco por las pasarelas, por fin llegué a la Phiman Guesthouse.
Por la noche no podía ver mucho, pero por lo que intuía, la pensión no era mucho más lujosa que el resto de casas que la rodeaban.
El señor que la regentaba, al que desperté con mi llegada, me abrió la puerta y procedió, casi inmediatamente a cobrar el valor de una noche, 250 bahts (6 euros aprox.), me facilitó mi llave y volvió a su cama.
Las habitaciones privadas se encuentran en la planta superior de la estructura principal del “complejo”, que está compuesto por varios palafitos de madera distribuidos alrededor de un patio inundado, poblado por varios tipos de plantas acuáticas que flotaban en las turbias aguas.
La habitación que me tocó tenía pinta de haber pertenecido en algún momento a una niña, delataban este hecho las paredes rosa y un mural de Barbie pintado frente a la cama.
Una cama doble, mosquitero, dos cómodas y un ventilador completaban la parca estancia, cuya estructura parecía más endeble que la de pasarela de madera por la que acababa de pasar.
El servicio se encontraba en otro edificio y ocupaba la parte baja del mismo. Contaba con los elementos más básicos, retrete y lavamanos. La ducha compartía espacio con el resto del cuarto de baño. El desagüe estaba directamente conectado a la laguna fangosa de fuera (espero que no pasara lo mismo con el retrete).
Para llegar al lavabo había que salir a la intemperie y cruzar la pasarela interna de la pensión. Esa noche me aguantaría las ganas.
Me encerré en mi habitación, con la taquicardia que produce la emoción los viajes largos, y me dispuse a dormir.
Esta era mi primera noche en Bangkok, mi toma de contacto con Tailandia. El resto del viaje prometía.
No te lo pierdas: Si estás buscando alojamiento en la capital tailandesa, no dejes de visitar el post con las mejores zonas donde alojarse en Bangkok.
Fantástico relato! He estado riéndome durante los 5 minutos de lectura.
tu manera de expresarte y tus aventuras son únicas,
Un abrazo enorme y mis felicitaciones por tu blog
Gracias por el comentario! Un abrazo!
He dado un vistazo a tu blog y me ha encantado, por cierto las fotos son muy buenas!! :)
Hola! Viajo a Bangkok en un mes y ya tengo una idea de lo que me espera! Creo que el hotel al que voy no está en el río, pero ya lo averiguaré cuando llegue :S
Saludos!
¡Menudo comienzo! Yo también tuve malas experiencias con caninos en Tailandia, más concretamente durante una visita nocturna a los templos de Ayutthaya.
Por suerte, también apareció el Tailandés salvador que con un par de palabras en Thai calmó a los perros convirtiéndose en los animales más juguetones del mundo..
Sí! En Ayutthaya también tuve dosis canina! :)
Gracias por el comentario.
Saludos