Mis días en Bangkok estaban resultando tal y como los esperaba. Bochorno, templos, palacios y Budas a tutiplén. Caminar por la ciudad, más que una tortura sofocante, era un placer que aceptaba con ganas.
Andar me hacía sentir la ciudad de una forma diferente. No era un simple turista subido a un taxi o a un tuk-tuk, viendo Bangkok zumbar a toda velocidad a mi alrededor. Andar me hacía conectar con el pulso, el ritmo y la gente de la mastodóntica metrópolis.
Andar también hacía que me perdiese, constantemente.
Pero es precisamente en esos momentos en los que deambulas sin rumbo por los callejones de una ciudad cuando la magia ocurre.
Me dirigía de vuelta a la pensión después de visitar el templo del Buda Recostado. Tenía clara la dirección en la que tenía que ir y sabía (más o menos) cómo llegar a la guest house, pero como suele suceder en ciudades tan inmensas e intrincadas, me perdí.
Iba andando por una de las grandes avenidas que cortan el corazón de la ciudad. Buena parte del Bangkok antiguo tuvo que ser demolida para dejar espacio a estas inmensas arterias y a los grandes edificios que las bordean.
De repente vi cómo a mi derecha se abría un pequeño canal en medio de dos pequeñas calles peatonales. Para evitar la monotonía de recorrer la acera de la calle repleta de trafico, decidí girar.
Creo que todos hemos tenido alguna vez esa sensación de estar perdidos pero a la vez saber exactamente dónde estamos. Pues eso me pasaba a mí en esta ocasión, sabía exactamente en qué tramo del camino me había extraviado, pero la curiosidad me impedía volver sobre mis pasos.
Seguí andando por la estrecha vereda durante un par de minutos, parecía estar desierto. Para ser sincero la zona no tenía nada de idílico, las aguas del canal eran turbias y en ellas se podía apreciar todo tipo de basura, latas, envases de plástico, bolsas… Las casas que bordeaban la calle eran de madera y apariencia humilde, nada que ver con los suntuosos edificios que acababa de dejar atrás.
Me detuve al alcanzar un pequeño puente, a ambos lados del canal, frondosos árboles y enredaderas que trepaban entre las rejas de improvisadas pérgolas proveían de sombra y frescor a las veredas, en las que no se divisaba un alma.
Los techos de las casas en esta sección del canal habían sido extendidos hasta abarcar también la pequeña acera en la que me encontraba. Aunque estaba atardeciendo, el bochorno en la ciudad era casi insoportable, por lo que decidí entrar y averiguar si la estrecha callejuela podía ser un atajo que me llevase más cerca de la pensión.
Bajé un par de escalones hasta entrar en un suelo adoquinado bajo la sombra de un gran árbol. Un par de gatos que jugaban a unos metros de distancia salieron corriendo al verme llegar.
Seguí andando hasta que empecé a escuchar ruido. A medida que avanzaba empezaba a ver movimiento de gente al fondo, una señora que lavaba la ropa, una hombre durmiendo la siesta en una tumbona fuera de su casa y otro que tranquilamente cortaba cebollas en su pórtico improvisado.
La acera estaba repleta de cosas, bicicletas sin ruedas, motos, neumáticos y lo que parecían ser recambios de televisores se amontonaban en el suelo, mientras que en las mesas había altares con distintas deidades budistas e hindúes.
Estaba a unos cien metros de una de las calles más transitadas de Bangkok, pero en ese momento, junto al canal, podía haber jurado que me encontraba en un pueblo perdido.
Los habitantes de la zona se empezaron a percatar de mi presencia y me miraban con curiosidad, como si fuese el primer occidental que veían por ahí. El señor que cortaba las cebollas dejó lo que estaba haciendo y con una sonrisa me saludó. Le devolví el saludo y la sonrisa. Se acercó al emparrado metálico que cubría el puente, donde había gran cantidad de jaulas con todo tipo de animales. Señalándolos me hizo un gesto con la mano como sí hiciera fotos, estaba invitándome a fotografiar su improvisada granja urbana.
En las jaulas había patos, pollos, conejos y hasta cobayas. Supuse que se trataba más de la cena que de mascotas y no pude evitar sentir pena por las pobres cobayas.
Seguí explorando la calle hasta llegar a una zona en la que parecía que no había salida. Cuando me dispuse a volver “a la ciudad” y a la pensión, volví a encontrar al mismo señor de las cebollas, que esta vez señalaba a una puerta entreabierta.
Tras la puerta había un templo, un templo inmenso y totalmente desierto, probablemente se encontraba ya cerrado al público.
Me dispuse a entrar mientras el sonriente señor me hacía señas para que fotografiara el edificio. Le hice caso y entré en el recinto. Solamente un monje se encontraba en el lugar. Pasó por delante de mí y se perdió en la distancia.
En realidad el Wat no tenía nada especialmente memorable, pero la sensación de absoluta soledad y la inminente puesta del sol colaboraron en crear un ambiente singular.
Hice fotos y paseé por los jardines, siempre con una sensación de que no debía estar allí.
Cuando volví al canal para agradecerle al señor y marcharme, él ya no estaba.
Me reincorporé a la “civilización” con la sensación de estar cada día más enamorado de Tailandia.
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Muy bueno, lo cuentas con mucho misterio teniendo en cuenta q estabas a 10 minutos de kao sarn road.
Excelente relato Luis. Perderse en las ciudades y encontrar esos rincones ocultos es un arte que no se debe desperdiciar. A mi me fascina hacerlo particularmente.
Un saludo !
Gracias Federico!
Esta si es aventura!!!!!
Muy buen articulo!!!!
Siempre me deleito con tus relatos!