Acababa de llegar a Ayutthaya procedente de Bangkok, en una de las muchas furgonetas que a diario conectan las dos capitales tailandesas. En mi mente, estaba grabada una única imagen de la ciudad, la de la cabeza de una estatua de Buda rodeada por las raíces de un árbol en el que es uno de los templos más bonitos de Tailandia.
Por este motivo, si bien mi Lonely Planet ponía al vecino Wat Si Sanphet como el top de los tops para ver en la ciudad, decidí visitar el Wat Mahathat antes que cualquier otra cosa.
Al llegar muy temprano al parque arqueológico, tuve la suerte de evitar buena parte de la ingente cantidad de turistas que abarrotan las ruinas de la ciudad, por lo que sólo tuve que compartir el Wat con un pequeño grupo de turistas coreanos y el ocasional occidental madrugador.
Nada más entrar en el recinto, es posible sentir la atmósfera única que lo envuelve. De entre las ruinas color ladrillo, surgen frondosos árboles selváticos. Con cada giro, las vistas se ven salpicadas por omnipresentes estatuas de Buda decapitadas o directamente destrozadas, testigos de una brutalidad que es casi palpable hoy en día.
Mientras andaba por el templo, en mi cabeza no dejaban de aparecer flashbacks de estilo cinematográfico, en los que amenazadores bárbaros a caballo armados con martillos se paseaban por el templo destruyéndolo todo a su paso. Casi podía imaginar el fuego, oír los gritos y el ruido del metal golpeando la piedra, de la piedra haciéndose añicos.
El estado ruinoso de recinto hace muy difícil imaginar la forma exacta que tuvo el templo-monasterio durante su apogeo, pero el tamaño del complejo y los vestigios de una profusa decoración que aún puede adivinarse entre las ruinas da cuenta de un lugar de gran importancia espiritual en la antigua capital del reino. Más tarde descubriría que el Wat Mahathat no era ni por asomo el templo más grande de la ciudad, que cuenta con muchas más ruinas sagradas en su centro histórico.
Mi visita estaba resultando fascinante. Nunca había estado en las ruinas de un templo budista y no tenía idea de la importancia de Ayutthaya en la historia de Tailandia. Estaba absolutamente embelesado con cada paso que daba, con cada cosa nueva que encontraba. Cada giro en el camino me descubría un nuevo y maravilloso ángulo desde donde fotografiar las ruinas.
Después de deambular un rato entre los restos del monasterio la vi.
La enigmática cabeza, probablemente cortada de cuajo por la espada de un invasor birmano en el siglo XVIII, parecía descansar apaciblemente, recostada en una almohada de raíces que la rodea y la eleva unos cuantos centímetros del suelo.
El semblante plácido de la cara de Buda contrasta con la sensación de constricción que esperaríamos de el abrazo mortal de una raíz tropical, a lo mejor allí yace el hechizo que la imagen provoca en todo aquel que la ve. Después de todo, un buda sonriente ante la adversidad puede ser visto como una metáfora de esperanza ante cualquier desdicha.
Después de hacer un book fotográfico de la cabeza de Buda me dispuse a seguir paseando por el evocador templo. Sin darme cuenta, el tiempo había pasado y las multitudes de turistas ya se encontraban en la puerta. Entonces decidí marcharme, Ayutthaya tenía mucho por ver y mi tiempo era limitado…
¡Brutal!