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Experiencias cercanas a la muerte: El día que descubrí que el segway no es lo mío

Muchas veces he pensado que estaba a punto de morir durante un viaje, la diferencia es que esta era la primera vez en la que estaba absolutamente convencido de que no saldría vivo. Los segways los carga el diablo.

Después de sobrevivir timos en Asia, vuelos en avionetas en Venezuela, deportes quasi-extremos en Costa Rica o subirme a una moto sin casco ni carnet en India, lo último que me planteaba era morir en … en un segway.

Mi experiencia con este particular medio de transporte no era nueva. Cientos de veces había visto gente subida en un segway, había sentido envidia corrosiva cada vez que veía a los agentes de seguridad del Aeropuerto del Prat utilizarlos y me había quedado con la miel en los labios en la Travel Bloggers Meeting de Málaga, ya que una de las actividades era un ruta en segway por la ciudad que por cuestiones de tiempo no pude coger.

Estaremos de acuerdo en que el segway no es el instrumento más letal del mundo. Después de todo, soy un viajero experimentado y hecho de acero, ¿no?

– No.

Mientras paseaba cerca del río Tiber en Roma, en mi último día de estancia en esta espectacular ciudad, con dinero en mis bolsillos y tiempo para quemar, decidí visitar el interior del Castel Sant’Angelo, ya que las colas son cortas (para estándares romanos) y es uno de los museos en los que aún no había estado.

Me dirigí al Castillo de Sant Angelo por el puente homónimo. Después de deleitarme con las estatuas de Bernini que decoran ambos lados del puente, empecé a buscar la taquilla del castillo, convencido de subir a la azotea y apreciar las maravillosas vistas de Roma y el Vaticano que se supone pueden verse allí.

Mientras buscaba la taquilla, vi un letrero que cambiaría el curso del día, por no decir la percepción de mi propia valentía y mi pericia como segwayer.

¡Había encontrado mi actividad “guiri” del viaje!, media hora de segway costaba lo mismo que la entrada al castillo y seguro que sería divertidísimo, ¿no?

– No. Al menos no al principio.

El del puesto de segways, un señor indio que me hablaba en italiano e inglés a la vez, asegurándose de que no entendiera nada en ningún momento, se prestó a ponerme el casco y quitarme el pasaporte como depósito. Después intentó enseñarme lo básico que hay que tener en cuenta al conducir un segway.

– Lean over to start, pull back to stop, keep your feet in the middle.

Yo estaba algo nervioso y mi cuerpo amorfo no ayudaba a mantener el equilibrio en el segway (tengo una curvatura en la columna que no resulta nada práctica en estos casos).

Después de unas 15 repeticiones del “lean over to start, pull back to stop, keep your feet in the middle”, el indio me dio por perdido y me dejó marchar. Se veía que no estaba nada convencido de mi talento subido sobre la máquina infernal y me miraba con cara de “espero que el seguro cubra esto”.

Media hora de segway apenas llega para unas cuantas vueltas alrededor del castillo, y menos mal… no me imagino con un segway en una de las caóticas calles de Roma.

Así que, aún sin haber logrado dominar el delicado arte del equilibrio sobre un segway, marché a la aventura por las zonas peatonales de Sant Angelo. Al principio, entre los nervios y la gente que había en el primer tramo, sentía que no tenía control sobre la máquina. Iba a dos por hora y aún así sentía que en cualquier momento me iba a caer, iba a romper algo o atropellar a alguien. De poder escoger, hubiese ido a por los figurantes vestidos de soldados romanos tan horteras que esperan a los turistas junto a los monumentos.

Afortunadamente para la humanidad (y para los soldados romanos) superé el primer tramo sin problemas y accedí a la zona posterior del castillo, en la que no había ni un alma.

Al ver la zona despejada, empecé a ponerme serio con la conducción. No puede ser que una máquina de dos ruedas que no llega a los 25km/h pueda ganarme así.

De esta forma, empecé a acelerar, al principio de forma muy tímida, pero luego empezando a sentir el aire frío cortándome la cara, la velocidad y la adrenalina, que empezaba a correr por mis venas.

– ¿Cómo se frenaba?

Momento de pánico, por más que tiraba hacia atrás, la cosa esa no frenaba. La curva de mi espalda hacía que sólo echase atrás la parte superior del cuerpo, adelantando las caderas y ejerciendo más presión sobre la aceleración del cacharro del infierno. Iba a morir, lo sabía.

Y así me pasé unos diez minutos largos. Afortunadamente el girar se me daba bien y no tuve que volver a pasar por la zona en la que había mucha gente.

Al final comprendí que tenía que echar el culo hacia atrás e intentar ponerme recto para poder equilibrar el peso y poder tirar de la palanca exitosamente.

Una vez controlado el tema frenado, lo demás fue pan comido.

Los últimos 10 minutos de segway fueron más apacibles y divertidos, aunque no sé yo si me atrevería a subirme en otro.

Soy Luis Cicerone, creador de xixerone.com y viajero incansable. Mis pasiones, además de recorrer el mundo, incluyen los gatos, la comida, las series y la arquitectura.