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Perseguido por perros en el Cementerio Judío de Bucarest

Hocico Sangrante

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Los ladridos se hacían más claros, más altos, más inminentes. Tenía miedo de mirar atrás, de tener que enfrentarme a uno de mis miedos más arraigados, más infantiles.

Eran cuatro, quizá cinco. Al entrar los había visto deambular por el cementerio, con sus ojos tristes, con su rabo caído y ese andar que denota haber sido atropellado alguna vez. De hecho me fijé en el hocico de uno, el primero que se acercó a mendigar comida, tenía marcas sanguinolentas en los labios, de alguna pelea quizá.

Hocico Sangrante
Hocico Sangrante

Debo confesar que nunca me han gustado los perros. No es miedo precisamente lo que siento al verlos. Es más bien indiferencia manchada de desprecio.

Siendo niño tuve malas experiencias con los perros de mis primos, pero no considero que estas vivencias me hayan marcado ni mucho menos. Simplemente no me gustan los perros.

Llevaba ya una hora en el cementerio, y me estaba gustando. El Cementerio Judío de está ubicado en el sur de la ciudad, muy cerca del principal cementerio ortodoxo y ha sido el lugar final de descanso de varias generaciones de semitas rumanos desde su apertura en el siglo XIX.

Los perros son un elemento ineludible en Bucarest, pero parece que en los cementerios es donde mejor están.

Estaba en el extremo sur del recinto, explorando algunas de las tumbas más antiguas de un lugar en el que lo abandonado de su aspecto y su silencio lo convierten en un refugio contra el caos reinante en la ciudad.

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Pero ahí estaban esos malditos ladridos cargándose el ambiente de paz.

Se hacían más claros, más altos, más inminentes. Por fin me atreví a mirar. A unos veinte metros, un grupo de perros, liderados por Hocico Sangrante venía corriendo hacia mí, sus ladridos, al unísono, rebotaban en el mármol de las lápidas.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

No me gustan los perros.

Se acercaban muy rápidamente y ocupaban el único camino hacia la salida. El cementerio estaba desierto.

Sin pensarlo dos veces me subí en una lápida, Levy Stein creo que ponía. Nada más trepar en la piedra recé en mi cabeza para que la tumba no sucumbiera ante mi peso y se quebrara como tantas otras que había visto en esa zona del camposanto.

La lápida del señor Levy aguantó, pero los perros seguían acercándose.

Entonces, en un arranque de valentía, salté de la lápida al suelo, haciendo ruido con mis pies al aterrizar. Los perros, que se encontraban ya a unos cuatro metros de distancia pararon en seco, pero no dejaban de ladrar. Se inició entonces un momento de duelo en el que ni Hocico Sangrante ni yo nos movíamos de nuestras posiciones.

La tensión era palpable y yo empezaba a arrepentirme de haberme bajado de la lápida, que ahora estaba muy lejos para volver a treparla sin que los perros me alcanzaran antes.

Tras unos segundos que parecieron horas por fin me decidí a actuar, y de la forma más rápida que pude cogí una rama del suelo y dejé escapar aire entre mis dientes y mi paladar.

¡PSSSSSSSTTTTT!

La mirada triste volvió a los ojos de Hocico Sangrante, que dejó de ladrar y se giró. Le siguieron los otros canes.

Y yo, con el miedo aún en el cuerpo, me marché del Cementerio Judío de Bucarest.

Soy Luis Cicerone, creador de xixerone.com y viajero incansable. Mis pasiones, además de recorrer el mundo, incluyen los gatos, la comida, las series y la arquitectura.